Carlos Villalobos
Los primeros libros que recuerdo haber leído de principio a fin fueron Viaje al centro de la Tierra y Harry Potter y el prisionero de Azkaban; uno me llevó a lo profundo del planeta y el otro, a una escuela de magia y hechicería. Aunque no eran de esos libros clásicos que “todos debemos leer”, no eran historias de “niños” o “niñas”, eran aventuras, mundos completos donde podías imaginarte una realidad distinta. Con el tiempo, sin darme cuenta, me encerré en lecturas técnicas, densas, funcionales. Las exigencias del análisis político, digital, tecnológico, social y de un mundo donde ser hombre parece significar siempre estar ocupado, siempre produciendo, siempre “aprovechando el tiempo”.
A pesar de que lo anterior pudiera parecer una mera anécdota, lo cierto es que ante la pregunta ¿Por qué los hombres leen menos? tuve un par de descubrimientos que comparto con gusto. De acuerdo con datos de Estados Unidos y México, los hombres cada vez leen menos, y cuando lo hacen, prefieren no ficción, contenidos prácticos, cosas “útiles”. Pero, ¿qué pasa cuando dejamos de leer ficción? ¿Qué pasa cuando millones de hombres ya no imaginan, ya no sueñan, ya no leen historias donde alguien distinto a ellos tiene un mundo interior que también vale la pena explorar?
Una cosa es clara, la lectura está dejando de ser parte de lo cotidiano masculino. Por ejemplo, en Estados Unidos, apenas el 27.7 % de los hombres lee ficción, contra el 46.9 % de las mujeres. En México, el panorama parece más parejo, ya que 69.9 % de los hombres dijeron haber leído algo en 2024, contra 69.3 % de las mujeres. Pero ahí está la trampa porque leemos, sí, pero ¿qué leemos? ¿Por qué lo leemos? ¿Y qué nos deja?
Hay algo profundamente masculino, en su concepción más tradicional, en eso de leer solo cosas que “sirven para algo”. Historia, biografías, ciencia, política, manuales, desarrollo personal(aunque esto no tanto, creo yo) ,libros que sumen, que te den herramientas, que te mantengan productivo y ojo, eso no es un problema por sí mismo. Pero cuando se abandona la ficción, la emoción, la narrativa, algo se rompe y dentro de esto está la posibilidad de ver al otro, de imaginar mundos distintos, de sentir sin que eso nos haga “menos hombres”.
El fenómeno es estructural, porque desde niños, los hombres tienen menos modelos lectores. Son menos los papás que leen con sus hijos o a sus hijos. Los libros que se promueven en casa y en la escuela no siempre conectan con ellos. Si el sistema les ofrece videojuegos, redes sociales, deporte o YouTube antes que un libro, la balanza es fácil de inclinar.
Pero hay más, porque la lectura ha sido presentada, al menos en la última década, como un “espacio femenino”. Algunas tendencias marcadas en BookTok (término para referirse a creadoras y creadores de contenido literario), son romance, fantasía emocional, young adult que dominan las estanterías. Y aunque eso podría cambiar, la industria editorial va donde hay ventas, no donde hay vacío. Entonces muchos hombres simplemente dejan de mirar los anaqueles, dejan de buscar y se borran del mapa lector.
Todo esto lo digo con toda la responsabilidad, ya que esta situación puede estar alimentando una crisis mucho más grave, el machismo que se radicaliza. ¿Cuántos hombres están creciendo sin leer una sola historia que los saque de sí mismos? ¿Cuántos nunca han imaginado lo que es ser otro, vivir otro contexto, sentir distinto? Si no hay ficción, no hay empatía. Si no hay empatía, hay violencia y si a eso le sumamos discursos extremos como los de Andrew Tate, el Temach o similares, que minimizan lo “leído” frente a lo “vivido”, el cóctel está servido.
Leer no deber ser un lujo o un gusto, más bien es un acto profundamente humano. Es imaginar para no repetir, es sentir para no destruir. Es, también, un espacio para reinventar lo que significa ser hombre hoy. Porque llorar con una novela, conmoverse con un personaje, engancharse con una historia que no te “sirve para nada” quizás es justo lo que más necesitamos.
También necesitamos a más hombres leyendo ficción, si, pero no porque sea una cuota o un deber moral o una tarea como en la escuela, sino porque ahí, en ponerse en los zapatos de otro, puede estar el comienzo de algo distinto, el comienzo de la empatía en todas nuestras vidas.
Algo que no se ve en los datos, pero que se nota cuando los hombres también pueden imaginarse otros mundos.