La felicidad es uno de esos conceptos que la humanidad, en su máxima expresión intelectual, aún no ha logrado definir por completo. No obstante, lo que sí está claro es que en la actualidad, bajo perspectivas más integrales de “desarrollo” en contraposición a las “carencias”, la felicidad se presenta como un nodo fundamental para determinar el progreso o retroceso de nuestra sociedad.
¿Es la felicidad un fin o una meta? ¿Es individual o colectiva? ¿Puede ser medida?
Estas interrogantes han sido objeto de exploración por parte de diversos autores, aunque para avanzar en este tema resulta primordial reconocer que la felicidad es un derecho. Aunque quizás no se encuentre plasmado de forma literal en constituciones, aquellos que reflexionaron durante la Ilustración, siguiendo la estela de los liberales franceses, nos demostraron años después, que estos ideales tendrían que verse reflejados en las normas que nos gobiernan, aunque no de forma directa.
Un ejemplo notable que desafía estas ideas convencionales es el concepto de la Felicidad Nacional Bruta, promovido por Bután, el cual ha desplazado al Producto Interno Bruto como indicador de bienestar en ese país asiático. Esto demuestra la importancia de dirigir nuestra atención hacia la búsqueda y conquista de la felicidad.
Iniciativas publicitarias como el “Yellow Day” (un contrapunto al “Blue Monday”) nos invitan a reflexionar, desde un punto de vista muy comercial y por momentos hueco, sobre la relevancia de la felicidad en nuestras vidas y cómo el bienestar constituye un elemento fundamental.
En este sentido, aventurándome un poco en mis afirmaciones, considero que la felicidad se manifiesta cuando experimentamos emociones como alegría o satisfacción. A su vez, esta felicidad integral promueve tanto la salud física como mental, incrementa la productividad y nos dota de resiliencia ante las adversidades. Así, desde una perspectiva individual, la felicidad genera mejoras que repercuten en el bienestar colectivo y fomenta el desarrollo comunitario.
Es innegable que los países nórdicos y desarrollados suelen encabezar las listas de los más felices, pues cuentan con el tiempo, la calidad de vida y el equilibrio necesario para el desarrollo tanto individual como colectivo.
Para corroborar esta afirmación, el Informe Mundial de Felicidad (World Happiness Report), elaborado por la Red de Soluciones para el Desarrollo Sostenible de la Organización de las Naciones Unidas en su última edición, confirma que cuando la felicidad es considerada una meta gubernamental, impacta de manera significativa en las políticas públicas y decisiones sociales. Esto provoca un desplazamiento de las decisiones puramente financieras, otorgando prioridad a aspectos como la salud y la educación.
En el caso de México, por ejemplo, desde el 1 de marzo de 2022, se ha presentado una iniciativa en la Gaceta del Senado para reconocer los derechos humanos a la felicidad y al bienestar. Sin embargo, sigue como un pendiente de acuerdo a la publicación parlamentaria de dicho recinto legislativo.
Por el bien de todos, es fundamental que la felicidad sea reconocida como un derecho en nuestro marco normativo, en las decisiones políticas y en nuestras acciones públicas.
Aquellas y aquellos que consideren que la felicidad no es un derecho, o que no es un tema relevante para la arena pública, se encuentran atrapados en una perspectiva limitada. La evidencia y los hechos demuestran que la felicidad es un componente esencial para el desarrollo y el bienestar de una sociedad.
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