Hace unos días, impulsado por la nostalgia, me encontré buscando algunos textos que escribí en mi juventud, ingenuamente, pensé que sería una tarea sencilla, ya que recordaba haberlos alojado en un sitio web que solía frecuentar, sin embargo, para mi sorpresa, dicho sitio ya no existía. Desaparecidos, borrados, como si nunca hubieran estado allí. En ese momento me dije: “Bueno, no hay problema, seguro en casa de mis familiares, en algún rincón de esos viejos equipos que aún conservan, encontraré un respaldo de mis angustias juveniles”.
Lamentablemente, al buscar entre los archivos almacenados, me topé con una verdad muy triste: ningún rastro de aquellos textos. Fue entonces cuando una inquietante pregunta comenzó a rondar mi cabeza, en esta realidad, donde todo parece estar interconectado y al alcance de un clic, ¿qué nos queda cuando alguien apaga el interruptor?
Este episodio me llevó a reflexionar profundamente sobre lo que implica la dependencia tecnológica que, sin darnos cuenta, hemos cultivado a lo largo de los años, de forma consciente o inconsciente. Lo que alguna vez fue tangible, como las cartas, los álbumes fotográficos o los cuadernos de apuntes, hoy en día son archivos digitales que dependen de la durabilidad de servidores, baterías, conexión eléctrica, plataformas y conexiones a internet y cuando estos desaparecen, todo se esfuma como si nunca hubieran sido imaginados siquiera.
Apenas una semana antes de este incidente, me vi enfrentado a otra desconcertante experiencia, ya que mi cuenta de WhatsApp personal simplemente dejó de funcionar. Tras intentar de todo para solucionarlo, no me quedó más remedio que desinstalar la aplicación y restaurarla desde un respaldo en la nube (el cual, afortunadamente, pago religiosamente mes con mes).
Al reactivar la cuenta, me encontré con la sorpresa de que había perdido todos los mensajes del día anterior. Sí, literalmente, cada conversación mantenida durante ese día se había esfumado, dejando un vacío que no supe cómo llenar. Aunque intenté solucionarlo pidiendo a mis contactos que me reenviaran los mensajes perdidos, el malestar persistía, no solo había perdido información, sino que, en cierto modo, había perdido una parte de mi interacción humana. Me encontré disculpándome por las molestias y solicitando que me recordaran lo que me habían enviado apenas 24 horas antes.
Este tipo de situaciones me llevó a cuestionarme seriamente: ¿Es esto lo que entendemos por “evolución tecnológica”? ¿Hemos llegado al punto donde nuestra vida depende de nubes, servidores y plataformas que no controlamos del todo? O, en el fondo, ¿soy solo yo el que se siente completamente vulnerable ante esta inestabilidad digital?
En esta ocasión, lo que perdí fueron unos textos y mensajes personales que si bien tenían valor sentimental, no representaban una gran tragedia, sin embargo, ¿qué pasará cuando lo que esté en juego sean documentos de relevancia, datos críticos o información que no puede simplemente recuperarse con un mensaje a un amigo? Es un pensamiento que, al menos para mí, resulta alarmante.
Lo que es más inquietante es que la fragilidad de nuestra dependencia digital no se limita a la pérdida de información, ya que también se refleja en la forma en que hemos delegado nuestras memorias, relaciones e incluso nuestra identidad a las máquinas.
Hace no mucho, si perdías una carta o una fotografía, sentías que habías perdido algo significativo, pero sabías que podías contar con tus recuerdos o experiencias tangibles; hoy perdemos un mensaje de texto, y con ello pareciera que se esfuma parte de nuestra realidad cotidiana.
No estoy en contra de la tecnología(lo cual sería incluso hasta hipócrita), de hecho, soy usuario de ella, pero ¿acaso no deberíamos preocuparnos por la naturaleza volátil y efímera de los datos que ahora ocupan el centro de nuestras vidas?
En cada conversación, en cada archivo almacenado en “la nube”, en cada documento que no tiene respaldo físico, se esconde una potencial desaparición y cuando esto sucede, la pregunta no es solo qué hemos perdido, sino también qué ha desaparecido para siempre, sin que siquiera lo hayamos notado.
Vivimos en una era donde todo parece estar al alcance de un clic, pero también en una donde todo puede desvanecerse con otro. A medida que nos adentramos más en esta dependencia tecnológica, ¿no deberíamos, al menos, preguntarnos qué tanto control tenemos realmente sobre nuestras memorias, nuestras interacciones y nuestra vida digital?
Tal vez, lo que realmente necesitamos no es más tecnología, sino un recordatorio constante de que lo digital es, en su esencia, frágil y efímero; y a pesar de todos los avances, aún somos seres humanos, con memorias, emociones y experiencias que no pueden ni deben depender únicamente de una nube, un servidor o una plataforma digital.
Es posible que lo que necesitemos no sea desconfiar de la tecnología, sino repensar nuestra relación con ella, porque, en un mundo donde basta con “apagar el switch” para que todo desaparezca, quizás la verdadera pregunta no es qué hemos perdido, sino qué podemos hacer para no perder lo más importante.
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