¡Qué tiempos aquellos!
* El Cantil de Abajo
Esta entrega la publiqué en septiembre de 2015, al siguiente año murieron Firmato Cota y doña Lupita Talamantes con dos semanas de diferencia. Descansen en paz.
Hace dos meses visite el Cantil de Abajo, fue un viaje de entrada por salida; el rancho quedó solo; Firmato Cota y doña Lupita ahora viven en esta ciudad obligados por sus padecimientos; Firmato sobrepasa los 80 años y a doña Lupita ya se le echan de ver los abriles. Me dio mucha tristeza ver la “huertita” con los arboles secándose y los corrales vacíos; el motor perkins diesel de cuatro cilindros que bombeaba agua para el rancho y a la “huertita” desde un batequis construido en pleno arroyo, bajo llave esperando nuevos moradores.
Hace cuatro años todavía me tocó comer chícharo fresco con arroz blanco cosechado allí, con una nata de cilantro verde; cortar aguacates, mangos, zapotes, naranjas, cañas, limas chichonas y limones dulces, fue una de mis últimas “rastrilladas”; Miguel Cota Katzenstein y Amadeo Murillo, quedaron emplazados de conocer el rancho que por una y diversas razones no lo hicieron cuando era un vergel, con árboles frutales en plena producción y la “huertita” sembrada de chícharo, fríjol, maíz, camotes, habas y verdura de todo tipo, así como queso, mantequilla, requesón y zorrillo (leche quebrada) preparados por doña Lupita.
Los años que visite con mucha frecuencia a mi amigo Firmato, fue un placer para mí; las atenciones que me brindaron simple y llanamente no tienen precio; cómo olvidar las tortillas de harina amasadas con mantequilla o requesón, las gorditas de maíz, la machaca de res y de venado, la chanfaina o patagorrilla de chivo con chile colorado, los caldos de gallina con hueveras, los fríjoles fritos, el arroz con chícharo, los cocidos con todos los “gergeres”, los caldillos y que decir de los “pucheros” de huesos oreados con frijol y pedazos de papas grandes; hoy solo quedan las nostalgias de tiempos pasados que no volverán, como reza el clásico de Libertad Lamarque.
Mi viejo y querido amigo el “Arepa” murió, sus antiquísimos padecimientos –diabetes, reumas y taquicardias– lo postraron en cama durante los últimos años convirtiéndolo en un ser inútil; de aquellas salidas a buscar un “hijuelachingada” o “campear” una animal a caballo, cruzar por los “Brellalitos”, los “Corralitos”, el “Cerro Prieto” y tantos “parajes” venaderos más, sobreviven en nuestro imaginario como fieles testigos de un pasado que se resiste ir, de un pasado que pide a gritos que lo reeditemos con la fidelidad de aquellos días idos, de esos días irrepetibles y felices que convivimos disfrutando nuestra tierra, nuestros montes, nuestros paisajes, nuestros arroyos y nuestra gente.
Jamás se me olvida en una de mis tantas visitas al Cantil de Abajo, detenerme varios kilómetros antes de llegar al rancho para observar un gavilán enredado con una piola de pescar sentado en un brazo de chilicote; con señuelos lo baje del chilicote, los “pille” y me lo lleve pal rancho donde mi amigo Firmato le desenredó la piola, le echo creolina, le dio agua y de comer, dejándolo esa misma tarde en el brazo de mezquite de donde retomó felizmente el vuelo volviendo a su hábitat natural; las jugadas de malilla en el amplio corredor “aluzados” con lámparas y faroles de petroleó, sentados en rústicas poltronas hechas de madera de chino con asiento de vaqueta tomando café, telimón y té de damiana, dormir en las camas de “lías”, escuchar las anécdotas y reseñas de Firmato, las mentiras del “Arepa” y las “requinteadas” con una vieja y bien afinada guitarra valenciana, los “alipuses” (tequilas) al son de “Cruz de Madera”, el “Cabo Fierro” e “Indita Mía”. ¡Qué tiempos aquellos!.
Me invade la tristeza atestiguar cómo el Cantil de Abajo está a punto de ser un referente perdido como ha sucedido con numerosos ranchos sudcalifornianos que han desaparecidos por diversas causas; unos por la falta de agua, por lo caro de los combustibles y las pasturas para los animales, por la salvaje competencia que impone la globalización y los menos, como el Cantil de Abajo, porque los hijos de Firmato y doña Lupita buscaron un mejor futuro y se “jueron” a trabajar a Los Cabos de meseros, policías, taxistas y de vendedores callejeros, sorprendidos por un desarrollo (turístico) engañoso que desde hace mucho tiempo también se nos fue de las manos; ninguno de sus cinco hijos se interesó por el rancho, el “Arepa” murió y Firmato y doña Lupita se hicieron viejos y las enfermedades los obligaron abandonar su querencia donde vivieron felices hasta que las circunstancias mismas se los permitieron.
Un día Firmato y doña Lupita se apalabraron conmigo; me ofrecieron el rancho sin más compromiso que disfrutarlo y ver que no se vinera pa’ abajo, quédate con él, a ti te gusta mucho el rancho y sabrás conservarlo, cuidarlo y quererlo como nosotros, me dijeron. Les agradecí su generosa oferta y le di las gracias exponiéndole mis razones; yo también estoy viejo, no tengo dinero, a ninguno de mis cinco hijos le gusta el rancho de no ser para hacer una carne asada o comerse una “tatema”, montar a caballo, cazar palomas con rifles de balillas y hasta allí, y el rancho exige sacrificio, mucho sacrificio, que quizás yo esté dispuesto hacerlo, pero yo solo no es suficiente, le dije con profundo agradecimiento. ¡Qué tiempos aquellos!.
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