Por Víctor Octavio García
¡Qué tiempos aquellos!
* Mesa de Félix
En 1967, recién egresado de tercer año de primaria tuve mi primer acercamiento con el oficio de arriero, ya después lo haría por simple; recuerdo ese año por tres fechas que nunca se me olvidan; había llovido mucho y los arroyos habían sacado lisas y langostinos; oponía fuerte resistencias para irme al internado de Miraflores (albergue rural) a proseguir mis estudios de primaria; en Caduaño solo había hasta tercer año asistidos por la maestra Jesús F Castro Ruiz, mejor conocida como “Pichucha”, y porque en ese año pasó la construcción de la carretera transpeninsular por Caduaño por una zona que se le conoce como el “arrión”, e íbamos a “noveliar”; para nosotros era un espectáculo inédito ver cómo poderosas maquinas –cartepillar– tumbaban el monte con enorme facilidad.
En ese entonces no había agua potable ni luz eléctrica; en la escuela –que estaba cerca de mi casa– había un pozo de agua que había que sacarla con rondanillas y acarrearla en baldes y en palancas, esa agua solo se usaba para riego, lavarla la ropa y el baño, la que se utilizaba para tomar y en la cocina se tenía que acarrear desde un ojo de agua que quedaba más lejos; mi papá tenía una vaca “hosca” grande, gorda y cargada, que en la tarde-noche le dábamos mascarrote y maíz, y todos los días en la mañana la arriaba a pastar a la mesa de Félix, un plano donde había mucho palo verde, palo blanco, máutos y brasiles palo eván, pasto (aceitilla) y quelites; en la mañana temprano después de tomar café me apoyaba de un varejón de palo de arco que un tío me había hecho para “cuidarme de las víboras”, como los invidentes testereaba las veredas moviendo el quelite y los estafiates para cerciorarme de que no hubiera víboras, en las mañanas que serenaba me agradaba ir quebrando el sereno con el varejón como si se tratara de una manda, en ocasiones la vaca se me perdía o se rezagaba comiendo y había que regresar por ella; no le tenía miedo al monte, le tenía pavor.
Una tarde ya no bajó y otro día muy temprano fuimos a buscarla, conocíamos los “sestiaderos” y los lugares donde comía, la encontramos parida cerca de una cañada que se le conoce como la cañada del “charrasqueado”, como estaba muy gorda y el becerro demasiado grande se “desaldilló y no pudo levantarse; iba mi papá, el “Ninito” su compadre y el “Chilolo”, llevaban mecates, cuchillos, creolina y machete; ahí mismo improvisaron un “tapanco” con horcones de palo zorrillo, la subieron al tapanco con ayuda de tres personas más y le improvisaron una sombra con brazos de palo blanco y ramas de vinorama, allí comenzó la chinga para mí, después de traerse la cría para la casa esa misma tarde me ordenaron llevarle agua y comida hasta la mesa de Félix; al día siguiente, en cuanto amaneció el “Ninito”, el Chilolo y yo hay vamos de nuevo a ver la vaca; cocerla, ponerle creolina, echarle zacate y darle agua, fue un día muy pesado porque tuvimos que llevarnos la cría para que le sacara los calostros, a partir de ese día, en la mañana iba con el “Ninito” que la ordeñaba (8 litros de leche más o menos) y yo le llevaba zacate, por la tarde le llevaba mascarrote y maíz y el “Chilolo” un balde agua de veinte litros, el “Ninito” se quedaba con la mitad de la leche y la otra mitad se la daba a mi mamá para la cría, el café y la avena.
A los cinco días se murió la vaca quedando encaramada en el tapanco, los coyotes y las auras harían el trabajo de limpia; cinco días yendo a la mesa de Félix en la mañana y en la tarde pronto me hartaron, lo que más deseaba es que se muriera la vaca como finalmente ocurrió; desde entonces no recorro la mesa de Félix y deseo, cuando todavía pueda, volver a recorrerla para recordar, en medio de lágrimas y nostalgias, ese episodio del cual soy el único sobreviviente y del cual solo quedan imperecederos recuerdos de tiempos idos que no volverán. ¡Qué tal!.
Para cualquier comentario, duda o aclaración, diríjase a [email protected]