Actualmente la manera en que consumimos información está siendo redefinida por un nuevo y poderoso editor: los algoritmos en internet y es que este conjunto de reglas matemáticas, invisibles y en constante evolución, decide qué contenido vemos y cuál queda relegado al olvido en el vasto océano de la web ¿o no? ¿realmente somos libres en nuestra elección de información o estamos a merced de un mecanismo que prioriza el caos sobre la claridad?
La democratización de la información, la eterna promesa gloriosa de la era digital, parece desmoronarse a cada paso del reloj, cuando miramos más de cerca cómo funcionan navegadores, redes sociales y cualquier herramienta que hoy use nubes o inteligencias artificiales; ambos conceptos muy de moda. Imagínese usted que hoy en día nos escuchan las lavadoras, los teléfonos y en casos muy distópicos a mi percepción, incluso tazas de baño.
Al principio, la idea de que cualquiera pudiera tener una voz en el escenario global era revolucionaria, pero en realidad, lo que ha sucedido es que este poder se ha visto mediado por algoritmos que, lejos de democratizar, han centralizado el control de lo que vemos, escuchamos y en algunas ocasiones hasta lo que sentimos.
Estos algoritmos, desarrollados por gigantes tecnológicos como Meta (Facebook, Instagram, Whatsapp), X (antes Twitter), Google, TikTok y un largo etcétera, están diseñados para capturar y mantener nuestra atención y en un giro de tuerca monumental hoy los productos ¡Somos nosotros mismos! ya que la atención se ha convertido en la mercancía más valiosa en la economía digital. ¿Cómo se asegura que el contenido sea lo suficientemente atractivo para retenernos? Principalmente apelando a nuestras emociones más primarias: el miedo, la indignación, el escándalo y justo en este punto es donde el algoritmo entra en juego, priorizando contenido que genera reacción, debate y, sobre todo, clics.
El resultado de este cúmulo de situaciones, es una economía de la atención donde los mensajes más extremos o sensacionalistas tienen una ventaja desproporcionada, propiciando que los creadores de contenido, conscientes de cómo funciona el algoritmo, se vean incentivados a producir material que maximice el impacto emocional en lugar de ofrecer información equilibrada o reflexiva. Esta dinámica no solo inflama el debate público, sino que también contribuye a una polarización cada vez mayor, donde las voces más extremas y divisivas ganan terreno.
Pero la responsabilidad no debe, ni puede, recaer únicamente en los algoritmos y las plataformas, ya que por un lado los medios tradicionales, adaptándose a estas nuevas realidades, han tenido que reajustar su enfoque. Algunos han caído en la trampa del sensacionalismo, intentando competir con el frenesí de las redes sociales, otros han hecho un esfuerzo consciente por mantener la integridad y la calidad de la información, aunque esto signifique luchar contra corrientes adversas. La adaptación al entorno algorítmico plantea una pregunta crucial sobre el futuro del periodismo y la calidad de la información que recibimos.
En este escenario, el papel de los medios alternativos y de los usuarios individuales es fundamental, principalmente porque los medios alternativos, al ser menos dependientes de los grandes algoritmos, tienen la oportunidad de ofrecer perspectivas diferentes y más matizadas, sin embargo, esto no garantiza que no caigan en sus propias trampas de clickbait y sensacionalismo. Aquí es donde entra la responsabilidad del usuario, debido a que la capacidad de discernir, cuestionar y buscar múltiples fuentes de información es crucial para contrarrestar los efectos del algoritmo.
La verdad es que estamos navegando en un mar de información donde el algoritmo, con su afán de maximizar el engagement, ha convertido el contenido en un producto de consumo rápido, donde el escándalo y el conflicto reinan supremos, enfrentándonos a una realidad donde el contenido que apela a nuestras emociones más básicas se vuelve dominante, mientras que las voces más equilibradas y matizadas pueden ser arrastradas al mundo de las sombras.
Hoy es fundamental darnos un tiempo para reflexionar, pero sobre todo para actuar, sobre qué significa realmente tener el control sobre lo que consumimos. Si bien el acceso a la información nunca ha sido tan amplio, la capacidad de elegir sabiamente está comprometida por fuerzas que priorizan la emoción sobre la verdad y en última instancia, la responsabilidad de mejorar nuestra experiencia (in)formativa recae no solo en los creadores de contenido y las plataformas, sino también en nosotros como consumidores de información.
Para navegar eficazmente en este ecosistema, debemos ser conscientes de las dinámicas de cómo recibimos y producimos información y cómo es que moldean nuestra(s) realidad(es) informativa(s). La democratización de la información, lejos de ser un fin en sí mismo, debe ser acompañada de un esfuerzo consciente por parte de todos los actores involucrados para garantizar que la información que consumimos sea de calidad, equilibrada y verdaderamente representativa de la realidad.
El verdadero desafío es aprender a utilizar nuestra voz y nuestra atención de manera que fomenten un ecosistema informativo saludable, donde los algoritmos no sean los únicos editores y el contenido de valor tenga su justo lugar, solo así podremos decir que la democratización de la información ha alcanzado su verdadero potencial.
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