La comunicación, como oficio y responsabilidad, se encuentra hoy en una encrucijada, por un lado, los medios tradicionales atraviesan una crisis de legitimidad y credibilidad que ha ido mermando sus bases ante los ojos de la ciudadanía, por otro lado, surgen nuevas plataformas y voces que parecen ocupar ese vacío, aunque con peligros y oportunidades que aún no hemos terminado de entender del todo, sin embargo, no poner marcos claros en este contexto puede ser terriblemente peligroso, sobre todo cuando el “altavoz digital” está al alcance de cualquiera con acceso a un dispositivo móvil.
El descrédito de los medios tradicionales no es nuevo, de hecho durante décadas, la percepción de que sirven más a intereses económicos y políticos que a la verdad ha permeado en la opinión pública, provocando una desconfianza generalizada que difícilmente desaparecerá pronto. Esto ha dado pie a una especie de “vacío informativo”, donde cada vez más personas optan por informarse a través de otros canales y es aquí donde entran en escena los “nuevos altavoces” comunicativos: redes sociales, medios alternativos, y figuras que, en un abrir y cerrar de ojos, se convierten en líderes de opinión.
Estos altavoces, que en teoría democratizan el acceso a la información, pueden parecer una solución frente al agotamiento de los medios tradicionales, pero la democratización, como en otros ámbitos de la la vida, no viene sin desafíos. El principal de ellos es la responsabilidad que conlleva ser emisor de información. Tener la capacidad de alcanzar a miles o millones de personas con una columna(haganme la buena), un solo tuit o video de TikTok no es solo un privilegio, es una carga que implica ser consciente de lo que se dice, de cómo se dice y, sobre todo, de las consecuencias que puede tener.
Esto no significa que debamos autocensurarnos ni mucho menos, ya que la responsabilidad no implica censura, lo que significa es ser sensatos y conscientes del alcance que tenemos en redes sociales y otras plataformas digitales. El hecho de que cualquier persona pueda hablar no implica que todas las opiniones tengan el mismo peso o estén basadas en hechos verificables.
En un entorno donde todos pueden ser “periodistas”, la tentación de convertir el simple acto de opinar en una especie de cruzada personal sin fundamentos está siempre presente y el problema se agrava cuando olvidamos que nuestras palabras tienen efectos, incluso más allá de lo que imaginamos.
Pensemos, por ejemplo, en los que gritaron al comienzo de este sexenio que “nos convertiríamos en Venezuela” o con el avance de la reforma judicial “que la república moriría” exagerando situaciones para alimentar una narrativa de miedo que, a su vez, alimenta a las redes sociales. Esta retórica aunque pueda sonar inofensiva, tiene el potencial de deformar la realidad y generar paranoia colectiva, lo que a la larga puede tener implicaciones muy reales: asusta, desinforma y, en algunos casos, puede paralizar a quienes dependen de esa información para tomar decisiones.
Otro de los grandes males del periodismo actual, tanto tradicional como emergente, es el tratamiento morboso de la crónica de sucesos, por un lado, la obsesión con los actos violentos y lo que podríamos llamar pornografía emocional no es un fenómeno nuevo, pero hoy se ve exacerbado por la velocidad con la que se difunden las noticias. No es raro ver cómo las primeras planas, los encabezados y los trending topics están llenos de detalles escabrosos, apelando más al shock y el morbo que a la comprensión real de los hechos. El problema es que este tipo de contenido genera clics, tráfico y, en última instancia, ingresos para quienes lo difunden.
Las “máquinas de asustar” siguen funcionando como en el pasado, pero hoy se mezclan con las “máquinas de vender alarma” en las redes sociales, que amplifican las emociones negativas hasta que nos envuelven en una constante sensación de peligro.
Estos amplificadores de noticias han dejado de ser solo los grandes medios de comunicación, ahora cualquier usuario de redes puede convertirse en un amplificador, consciente o inconscientemente, la diferencia es que los medios, aunque desacreditados, aún tienen ciertos marcos de regulación, editores, y en algunos casos, códigos de ética que regulan su proceder. Pero en las redes las reglas no existen o, mejor dicho, las normas son dictadas por el caos del algoritmo, aquí, el drama vende, el miedo se difunde con facilidad, y las consecuencias son poco o nada consideradas.
Lo preocupante de este escenario es la falta de conciencia que permea en gran parte del contenido que circula en estas plataformas, mientras que antes el periodismo se veía como una disciplina con normas claras y la responsabilidad de verificar la información, hoy nos encontramos en un entorno donde la inmediatez y el espectáculo son más importantes que la veracidad.
Pero el problema no solo es de quienes emiten, sino también de quienes consumimos, nos hemos acostumbrado a un flujo constante de información que rara vez cuestionamos, retuiteamos, compartimos, comentamos sin detenernos a pensar si lo que estamos difundiendo es cierto o si estamos contribuyendo a esa maquinaria del miedo, lamentablemente nos hemos convertido en parte del problema sin darnos cuenta.
El periodismo periférico, es decir, aquel que se aleja del centro de poder y trata de darle voz a los márgenes, tiene el potencial de ser una fuerza transformadora en este contexto, puede traer una nueva perspectiva, alejada de los intereses corporativos o políticos, pero solo si se asume con la seriedad que requiere. El hecho de no pertenecer al “mainstream” no nos exime de la obligación de ser rigurosos, de verificar los hechos y de ser conscientes del impacto que nuestras palabras pueden tener.
El verdadero desafío no es tener o no tener un altavoz, ya que lo tenemos, todos lo tenemos, el verdadero reto es entender cómo usarlo de manera responsable, cómo construir marcos claros que nos permitan informar, opinar y criticar sin caer en la tentación de la exageración, el morbo o el miedo, porque, de lo contrario, corremos el riesgo de convertirnos en una versión digital de las viejas “máquinas de asustar”, repitiendo los mismos errores que una vez criticamos.
Y esa, sin duda, sería la mayor de las tragedias.
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